Chávez y la guerra
Por Carlos Escudé
La Nación, Jueves 7 de febrero de 2008
Aunque América latina padece algunas lacras –como su singular concentración del ingreso–, de ella también pueden contarse algunas maravillas que pasan inadvertidas.
Por ejemplo, la relativa ausencia de guerra. Estudios ya clásicos de la ciencia política, como el de Singer y Small (Resort to Arms: International and Civil Wars, 1816-1980), demuestran que nuestra región ha sido más pacífica que otras.
Los Estados de Europa y América del Norte han tenido casi cuatro veces más hombres alistados y han matado a decenas de millones más que los países de América latina, en los doscientos años que median desde su independencia.
Además, con el tiempo ésta se volvió más pacífica, siendo el siglo XX menos violento que el XIX en términos de guerras, tanto interestatales como civiles. Por cierto, en nuestra región jamás sufrimos una guerra total. Nunca hubo aquí una conflagración que pusiera en juego la supervivencia de los Estados ni la movilización compulsiva de todos los recursos de las sociedades involucradas. Quizás una excepción haya sido el Paraguay de Francisco Solano López, pero su movilización extrema no fue compartida por sus adversarios.
Para bien o para mal, ningún Estado latinoamericano tiene hoy el poder necesario para imponer a su pueblo semejante sacrificio, que europeos, norteamericanos y asiáticos tributaron numerosas veces. Muchas de nuestras llamadas “guerras” no superaron el umbral de las mil muertes en combate, por lo que ni siquiera se encuadran en la definición politicológica de ese tipo de conflicto.
Más aún, nunca hubo un país de nuestra región que desapareciera por la conquista, como ocurrió incontables veces en la historia europea. Polonia, por ejemplo, fue repartida entre sus vecinos más poderosos en 1772, 1793 y 1795, y no volvió a ser independiente hasta 1918. El Reino de las Dos Sicilias fue anexado a Italia, por conquista, en 1861, para nunca más volver.
Hay cientos de casos similares, perdidos en la amnesia colectiva, cuyo nombre no sería reconocido por el lector medio excepto como provincia del país que lo conquistó. Nada parecido ha ocurrido en América latina.
Esta excepcionalidad virtuosa se presenta también cuando comparamos la violencia al interior de los Estados en diversas regiones del mundo. América latina no fue partícipe de ninguno de los holocaustos globales del siglo XX. Ni la religión secular del nacionalismo, ni el celo teológico, ni el odio étnico, ni el fervor ideológico condujeron en ella a genocidios de la magnitud de los protagonizados por Estados europeos, asiáticos y africanos.
No hubo nada comparable al holocausto armenio de la Gran Guerra (un millón de muertos), el exterminio judío de la Segunda Guerra Mundial (seis millones), el genocidio que Pol Pot impuso en Camboya entre 1975 y 1979 (un millón y medio), ni la masacre de los tutsis por los hutus desatada en Ruanda en 1994 (medio millón). Tampoco hubo una guerra civil española ni yugoslava.
Estos méritos de civilización raramente se exaltan, quizá porque esta narrativa, como las demás, está dominada por pueblos más violentos. Lo que el mundo conoce de la Argentina no es que jamás libró una guerra con Chile, sino que la última dictadura segó las vidas de 30.000 desaparecidos. En cambio, lo que el mundo asocia con Francia no es su reiterado terrorismo de Estado en Argelia (en 1945 y en 1954-62), sino sus contribuciones a la cultura.
Otro motivo por el que casi nadie reconoce que, a pesar de sus guerrillas y golpes de Estado, América latina ha sido más pacífica que casi todo el resto del planeta proviene del papel que los militares ocuparon en nuestra historia política.
Exportamos una imagen militarizada. Y este factor está asociado a otra paradoja: las añejas pero persistentes disputas territoriales y las frecuentes carreras armamentistas de nuestra inmensa región, que casi en ningún caso se tradujeron en guerras que incluyeran la destrucción masiva y sistemática de vidas y haciendas.
Es casi como si, a lo largo de nuestra historia, los litigios limítrofes hubieran sido principalmente un medio para justificar la participación de los militares en nuestra política interna y una excusa para que se pavonearan con la adquisición de esos juguetes caros y peligrosos que son las armas de guerra. Más que a la defensa, las cacareadas “hipótesis de conflicto” de todos nuestros países contribuyeron a encumbrar políticamente a los generales.
No sorprende, entonces, que Hugo Chávez sea el mandatario que hoy evoca el fantasma de la guerra en América del Sur. Casi una reliquia, es, junto con Raúl Castro, el único militar que queda entre los presidentes latinoamericanos. Con la tensión alta por la crisis de los rehenes, el 20 de enero Chávez amenazó con militarizar la frontera entre Colombia y Venezuela. Seis días más tarde acusó a su vecino de “fraguar una provocación bélica contra Venezuela”. Y el 3 de este mes volvió a proferir advertencias.
Estos dichos, que algunos expertos interpretan como indicativos de una situación prebélica, deben encuadrarse en el contexto del impresionante armamentismo de la Venezuela bolivariana. Chávez ya dispone de unos cien mil milicianos armados con fusiles automáticos de última generación, de origen ruso. Estas tropas irregulares están reclutadas entre los pobres y dependen de los subsidios con que el caudillo doma sus voluntades.
Cuando el 20 de enero éste amenazó con “armar al pueblo y a los batallones de reservistas”, se refería a esta nueva fuerza, cuya función es alterar dos equilibrios de poder: el sudamericano y el que ordena sus relaciones con la oposición venezolana. En el fondo, como ha sucedido casi siempre con el armamentismo de nuestros países, la amenaza hacia afuera es una proyección de la política interna.
Como se sabe, en el plano interno, Chávez va por más, y eso tiene consecuencias geopolíticas. Seguirá intentando reformar la Constitución para perpetuarse en el poder. Y, a la vez, desde 2005 viene anunciando su aspiración de expandir la fuerza de milicianos a 2,3 millones de hombres armados. De concretarlo, las consecuencias serían graves tanto hacia adentro como hacia afuera.
Armar un ejército popular de ese tamaño parece un proyecto faraónico, pero con los petrodólares de Venezuela no lo es. A 500 dólares por fusil automático ruso, representaría un gasto de 1150 millones. Esta cifra es muy inferior a los 5000 millones que cuestan los 50 cazas Sukoi que Chávez le habría comprado a Rusia.
Téngase en cuenta que, por ahora, las fuerzas armadas brasileñas son las más poderosas de la región, con una fuerza total de 189.000 hombres. Si a los 2,3 millones de milicianos adicionales, Chávez sumara una flota de cazas SU-27, más modernos que los mejores de Brasil, el equilibrio militar sudamericano quedaría alterado a favor de una Venezuela aventurera.
Aunque Chávez jamás atacaría a Brasil, el cambio en el equilibrio militar regional le permitiría moverse con soltura frente a Colombia y las FARC. Recuérdese que el caudillo venezolano da santuario, y en ocasiones ha contribuido a armar a éstas. Si los milicianos chavistas crecen y se multiplican, podrán entrar y salir de Colombia a voluntad, potenciando el poder de sus aliados guerrilleros de las FARC.
El caudillo juega a la geopolítica, invirtiendo en ese deporte los recursos del pueblo venezolano y malgastando la mejor oportunidad que ha tenido su país de desarrollarse. Pero, en mi opinión, es muy improbable que estalle la guerra con Colombia: el propio pueblo venezolano no lo toleraría. El mandatario sería derrocado con el primer bombardeo de Caracas.
Además, Venezuela compra a Colombia el treinta por ciento de sus alimentos y también gas natural. La interdependencia económica es casi un seguro de paz. La brillante trayectoria de benignidad de nuestra región, que seguirá pasando inadvertida, no será mancillada.
Cuando los europeos matan, son serios. Para bien o para mal, los latinoamericanos no lo somos, ni siquiera a la hora de proponer la guerra.
El autor es director del Centro de Investigaciones Internacionales de la Universidad del CEMA e investigador principal del Conicet.
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